Me pareció lógico empezar por los zapatos. Una vez liberado de la lógica siento que es más bien lo mismo: desensartar los cordones de sus ojales o dejar simplemente que se desvanezcan entre los dedos de mis manos, liberando el pie. Que también, por qué no, simplemente levitarlos etéreos con un leve aleteo de los dedos pulgar y meñique fuera de la cárcel de cuero y plástico coloreada y reflectante. Desabrochar el botón del pantalón, y con sumo cuidado desencajar los dientes chirriantes de la cremallera, deslizando el cuello y la cabeza por ambos perniles al mismo tiempo. Liberado ya el 43% del cuerpo de las ataduras de marca y etiqueta de los hábitos acometo la batalla por el despoje de la lana en defensa de los derechos de los pies. Desenvolviendo cada hilo, deshilachando cada vuelta con la paciencia de una crisálida regresiva voy tragando cada palmo de la tela con devota disciplina, premeditación, alevosía.
Desmango las mangas del chaleco replegándolo sobre el centro que consumiéndose en sí mismo desaparece dejando entrever un misterio. Retrayendo el tobillo, el pie, los brazos, la cintura, las pestañas y los labios por el hueco del cuello de la camisa se pasa a entrar en otro lado, allá donde uno se viste desde dentro y la ropa interior flota alrededor de los hombros y se desliza flotando asciende al techo y atraviesa la lámpara y desaparece y se lleva la luz consigo. Se arruga el cuerpo, se funde, y se desgarra y se desprende y se descuelga y se desparrama como una masa maleable de forma vaga y la luz poco a poco va resurgiendo a medida que los músculos se cristalizan y tensan en piezas de cristal que arrojan haces de la luz omnicromáticos. La masa ósea se desmenuza dando paso al polvo y a un sinfín de chiribitas ondeantes. Si soplara el viento ya todo se haría suspiro. Pero no hay nada. La más brillante inmensidad organizada en halos concéntricos.